La integralidad del enfoque de la Agroecología requiere la articulación de la "ciencia" y de la "praxis" para compatibilizar sus dimensiones ecológica, social, económica y política (Eduardo Sevilla)
Ecología - 29/08/2011 6:38 - Autor: Nelson Álvarez Febles - Fuente: Ecoportal
La agricultura ecológica en tiempos de cambio.
Al definir los sistemas ecológicos, el ecólogo catalán Ramón Margalef (1993) argumentó que en la naturaleza existen relaciones complejas de complementariedad entre una enorme diversidad de seres, lo cual produce una gran estabilidad. Es decir, en la naturaleza la diversidad produce estabilidad, algo completamente opuesto al empeño reduccionista de reducir la complejidad de los sistemas para controlarlos. El ser humano también forma parte de los ecosistemas, de la enorme diversidad de seres vivos, sistemas geográficos (montañas, lagos, ríos), de los fenómenos climáticos.
Estamos convencidos de que no existe futuro agrícola para Puerto Rico, como proveedor significativo de alimentos para nuestra población, si no adoptamos como estrategia central la producción agroecológica. Al hablar de agricultura ecológica (que incluye a la agricultura orgánica, permacultura y otras modalidades) nos referimos a una agricultura -alternativa al modelo agroindustrial dominante- de bajos insumos externos que tiene como metas la salud de los ecosistemas, la viabilidad económica a largo plazo y la responsabilidad social. Se trata de una agricultura económicamente sostenible, ecológicamente sensitiva y socialmente justa.
Nuestro territorio no aguanta más maltrato ni contaminación a sus recursos naturales agrícolas, como es el caso de los suelos, aguas y biodiversidad (silvestre y agraria). También se debe tener en cuenta el impacto negativo sobre la salud de la población de las prácticas agrícolas contaminantes (para estudios sobre la relación entre salud y uso de agroquímicos -ver http://www.pesticideinfo.org/). Además, tenemos que considerar los serios problemas de disposición de desperdicios sólidos, algunos de los cuales podrían ser materia prima para la agricultura ecológica. A través de un manejo apropiado, gran parte de los desperdicios orgánicos caseros e industriales, así como las podas, desyerbos y residuos de jardinería, sirven para hacer composta, un abono orgánico excelente para las siembras. Existen experiencias a través del mundo que así lo demuestran.
Es necesario intensificar la producción para producir alimentos de forma ecológica y eficiente en una isla sobrepoblada como Puerto Rico. La intensificación a través del modelo de monocultivos a base de un alto nivel de insumos externos (agro-químicos, fertilizantes de síntesis, riegos, semillas híbridas o transgénicas, maquinaria pesada), más allá de los problemas que ha causado a través del planeta, no es una opción sustentable en nuestro caso. Mientras tanto, existen muchos ejemplos de cómo las fincas agroecológicas pequeñas y medianas pueden ser netamente más productivas que las grandes extensiones en monocultivos industriales. Cuando se cuantifican todos los alimentos, productos agrícolas y servicios que proveen las fincas familiares a través del año, éstas resultan ser altamente productivas. Ver, entre otros, Jules Pretty (2009), los trabajos de la puertorriqueña Ivette Perfecto (2007), también los estudios citados en las páginas 15-17 de nuestro libro El Huerto Casero: manual de agricultura ecológica.
Paradigmas reduccionistas y antropocentristas
Uno de los principales argumentos que se esgrimen contra las propuestas de la agricultura ecológica es que, más allá de que sea algo deseable, es utópico pues no es posible desarrollarla a gran escala para alimentar a la creciente población mundial. Aunque existen innumerables experiencias y estudios que demuestran lo contrario, en esa crítica subyace uno de los problemas más grandes para lograr los cambios necesarios en política pública para pasar a un modelo sustentable de producción y distribución de alimentos: la agricultura ecológica, o su vertiente más académica, la agroecología exige otra manera de pensar la realidad (ver, por ejemplo, los trabajos del Dr. Miguel Altieri, UCLA Berkeley).
El principio del siglo XXI sigue marcado por el cambio que se produjo en el pensamiento dominante europeo durante la Ilustración, desde un teocentrismo sujeto a estructuras religiosas feudales hacia un antropocentrismo que propició el desarrollo industrial y el capitalismo. La naturaleza pasó de ser vista como un reflejo incuestionable de la creación divina a una expresión de la evolución a ser subyugada por el hombre [nota del autor: uso intencional del género masculino].
Más allá de que el pensamiento científico reduccionista dominante (de la mano del dogma cartesiano el todo es igual a la suma de las partes) ha sido, sin lugar a dudas, esencial para el desarrollo de importantes tecnologías modernas, el mismo también está en la raíz de muchos de los problemas sociales y ecológicos a los cuales se enfrenta la humanidad. El calentamiento global, la destrucción de ecosistemas completos, el aumento cuantitativo y cualitativo de enfermedades, la homogenización cultural, la acumulación sin límites de riquezas y su contraparte la pobreza en la que vive la mitad del planeta, son inseparables de una determinada forma de mirar la realidad que pierde el conjunto de perspectiva.
Según el doctor Eduardo Sevilla Gúzman (2006), director del Instituto de Sociología y Economía campesina (ISEC) de la Universidad de Córdoba (España): “Una de las características de las sociedades capitalistas industriales lo constituye el papel que juega la ciencia, la institución a través de la cual se pretende el control social del cambio, anticipando el futuro con el fin de planificarlo. Los procesos de privatización, mercantilización y cientifización de los bienes ecológicos comunales (aire, tierra, agua y biodiversidad) desarrollados a lo largo de la dinámica de la modernización, han supuesto una intensificación en la artificialización de los ciclos y proceso físico-químicos y biológicos de la naturaleza para obtener alimentos”. Es precisamente la creencia de que la humanidad puede “dominar la naturaleza a través de la productividad” lo que ha generado la crisis ecológica y social que vivimos.
De acuerdo a la construcción atropocentrista, el ser humano estaría en la cúspide de la escala biológica, y todo lo demás, -ecosistemas, animales (o razas distintas), árboles, plantas, ríos y montañas- sujeto a su dominación y transformación. Proyectamos un imaginario hostil contra la naturaleza, mientras transferimos a ella esquemas jerárquicos de dominación –el león es el rey de la selva, el pez grande se come al más pequeño-. Así se justifica, sin tomar seriamente en cuenta los impactos negativos, la minería a gran escala, faraónicas obras de infraestructura como represas y gasoductos, la energía nuclear o los cultivos transgénicos, entre otras intervenciones masivas en el medio ambiente y las sociedades contemporáneas.
Paradigma de la multiplicidad
Durante el siglo XX surgieron otras miradas desde el ámbito científico. La física cuántica, al entrar en el mundo de las partículas subatómicas, se encuentra con que en vez de fragmentaciones cada vez más pequeñas lo que existe es una compleja red de relaciones: el mundo subatómico no está formado por materia, sino por manojos de energía, pura actividad. En la divulgación de estas ideas han sido pioneros los trabajos del físico Fritjoff Capra, entre ellos los libros El Tao de la física (1975) y El punto crucial (1982). Otras vertientes de lo que algunos llaman paradigma de la complejidad, son la teoría del caos, la teoría general de sistemas y la termodinámica de sistemas abiertos. El todo es más que la suma de sus partes. Nosotros preferimos hablar de un paradigma de la multiplicidad, matrices complejas multidimensionales que integran múltiples variables.
Al definir los sistemas ecológicos, el ecólogo catalán Ramón Margalef (1993) argumentó que en la naturaleza existen relaciones complejas de complementariedad entre una enorme diversidad de seres, lo cual produce una gran estabilidad. Es decir, en la naturaleza la diversidad produce estabilidad, algo completamente opuesto al empeño reduccionista de reducir la complejidad de los sistemas para controlarlos. El ser humano también forma parte de los ecosistemas, de la enorme diversidad de seres vivos, sistemas geográficos (montañas, lagos, ríos), de los fenómenos climáticos. Es decir, forma parte de toda una dinámica interrelación. Otro trabajo que podemos situar en la base de un pensamiento ecologista que integra lo humano es la crítica profética sobre el impacto negativo del uso de plaguicidas de Raquel Carson en su libro Silent Springs (1962).
Según la cosmovisión de muchos pueblos originarios, todo lo que existe forma parte de un complejo entramado de relaciones que se vivencia desde una perspectiva unitaria, tanto en cuanto a sus componentes como a las dinámicas mediantes las cuales interactúan las entidades que conforman la realidad. En estas cosmovisiones no hay escisión entre la naturaleza y lo humano. El concepto del ayllu, de los pueblos andinos quechua y aimara, es un excelente ejemplo de una cosmovisión que explica a las sociedades humanas y la naturaleza como un todo integrado con criterios estructurales paralelos que abarcan a los recursos naturales, el clima, la organización social, la agricultura, la cultura y el plano espiritual, lo cual brinda una gran estabilidad.
Esta manera integrada e integradora permitió a la humanidad producir alimentos para desarrollar sociedades complejas y sustentar civilizaciones como las mesopotámicas, egipcias, etíopes, incas, aztecas y mayas, las mediterráneas cretense, griegas y romanas, hasta los imperios europeos post-renacentistas, franceses, españoles e ingleses, y llegar a los inicios del siglo veinte con una base de recursos naturales agrícolas en excelentes condiciones. Sostenemos que los pueblos originarios y las comunidades agrícolas, cultural y ecosistémicamente arraigadas, tienen el mejor expediente histórico de manejo sustentable de la naturaleza entre aquellos que habitamos la Tierra.
A nivel mundial, el conocimiento tradicional se considera uno de los pilares para la conservación y uso sustentable de los recursos naturales. En el artículo 8j de la Convención sobre la Diversidad Biológica, aprobada por 150 países en 1992 en Río de Janeiro, se define al conocimiento tradicional como “…los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañan estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica”. Por lo general, este conocimiento –intrínseco a las comunidades campesinas tradicionales y locales– es desarrollado a través del tiempo y depende de la transmisión intergeneracional.
Ya no es posible reclamar en nombre de la ciencia una objetividad incuestionable. Esta manera de ver la realidad desplaza al ser humano del trono donde él mismo se ha colocado y lo obliga a una reflexión ética. Existen muchos científicos que exigen independencia en la investigación y educación científica, mientras critican la presión de los gobiernos y las corporaciones sobre su trabajo y publicaciones. (Ver, por ejemplo, Union of Concerned Scientists, http://www.ucsusa.org/)
La ecología social, cuyo principal exponente ha sido el socialista libertario, investigador, activista y profesor Murray Bookchin (ver bibliografía), plantea que los problemas ecológicos están profundamente arraigados en complejas problemáticas sociales; por lo tanto, las soluciones a estos problemas deben partir del pensamiento ético y acciones colectivas. La naturaleza y lo social se funden continuamente sin perder sus características particulares, en una tendencia hacia la interdependencia. El ser humano tiene un papel particular, no porque su lugar evolutivo le otorga el derecho a disponer de todo lo demás, sino porque la capacidad de autoreflexión le impone el deber de expresar lo mejor de su potencial. El ser humano es, por lo tanto, una oportunidad de la naturaleza para adquirir plena conciencia sobre si misma. Debemos ser su expresión creativa, no sus verdugos. Ese es el gran reto de la especie, pues el mundo va a sobrevivir con o sin nosotros.
Cómo nos dicen los colegas Sandra Isabel Payán y Julio Monsalvo (2010) desde Formosa, en el norte de Argentina, la nueva ciencia ha descubierto que los seres vivos no se comportan como mecanismos sino como organismos, como unidades funcionales y estructurales en las que unas partes existen por y para las otras en la expresión de una naturaleza particular, resultado de una dinámica auto-organizativa y auto-regenerativa. Según Payán y Monsalvo, superar el antropocentrismo y avanzar hacia el biocentrismo que es asumir que somos en, para y con los otros, es decir, que intersomos, una manera de relacionarnos que va más allá de la interdependencia. Ello supone entender al ser humano dentro de la casa grande planetaria, defendiendo la salud de los ecosistemas de los cuales forma parte.
Al dejar de pensar en términos jerárquicos, tenemos que plantearnos la igualdad de razas y géneros. Hay que desterrar los empeños en homogenizar a los pueblos eliminando la diversidad de lenguajes, arte, religiones, culturas. Igualmente, al respetar la diversidad en la naturaleza en todas sus expresiones (flora, fauna, ecosistemas), tenemos que cuestionarnos el uso de la violencia para la conquista de pueblos, territorios, recursos naturales (agua, minerales, bosques) o recursos biológicos (alimentos, genes, flora y fauna, grupos humanos).
La multiplicidad en la agricultura ecológica
La agricultura ecológica integra en sus principios básicos esa otra manera de ver la relación entre el medio natural y las sociedades humanas. Allí multiplicidad juega un papel importante, tanto en lo práctico como en lo conceptual.
Los principios generales de la agricultura ecológica, como el potenciar los ciclos internos de los agroecosistemas (energía, agua, nutrientes), favorecer la producción y el consumo a nivel local, el uso sustentable y la protección de los recursos naturales, promover estructuras productivas y de comercialización a escala humana, entre otros, siempre expresan esa multiplicidad e integran las experiencias, los recursos y el conocimiento de los actores sociales. Es una agricultura estrechamente vinculada con los sistemas de transformación y distribución de los alimentos, inseparable de los principios ecológicos y éticos que la sustentan.
La propuesta de esa agricultura ecológica valora y recoge aquellos conocimientos sobre la naturaleza y las tecnologías agrarias tradicionales probadas a través del tiempo de forma empírica, y propone, mediante procesos de investigación participativa que integren a los técnicos con los agricultores, formas modernas para mejorar la calidad, cantidad y sustentabilidad de la producción.
Agosto de 2011